Capítulo 4
En teoría, la indiferencia parecía un plan magnífico.
De hecho, cuando a los pocos minutos Lacey se enfrentó a un hombre con los pantalones a media pierna, tuvo que esforzarse mucho.
Mitch seguía en la silla, pero tenía el pecho descubierto y la camisa y el polo sucios estaban en el suelo, mientras él batallaba para quitarse el pantalón sin hacerse daño en el tobillo.
A Lacey le dio un vuelco el corazón al ver expuesto su cuerpo, pero se esforzó por concentrarse en la palidez y el sudor que mostraba el rostro de Mitch.
—Siéntate y te ayudaré —indicó, y agradeció que no le temblara la voz.
Él obedeció y alzó los pies para que ella deslizara los pantalones por sus piernas. Cuando la joven vio el tobillo hinchado, contuvo el aliento y se mordió el labio.
—Me duele bastante más que a ti —dijo Mitch, cortante.
Lacey no respondió. Estaba segura de que así era, y comprendió que buena parte de su sarcasmo era simplemente una manera de disimular su dolor. Se volvió y acercó una de las sillas de madera, puso una toalla como almohada y levantó la pierna lesionada para apoyarla allí. No alzó la mirada, evitando deliberadamente mirar sus largas piernas cubiertas de vello, al envolver el tobillo en otra toalla que había remojado en el agua limpia de manantial. Luego se dedicó a la cara.
Él no era un paciente dócil. Tenía un increíble repertorio de muecas y gestos, que ella conoció mientras le limpiaba la mejilla y la frente con cuidado. Quizá lo más inocuo fue la exclamación:
—Caracoles, Ferris, mi cara no es el suelo. No hay necesidad de que la restriegues.
—Tienes tierra en las heridas —señaló Lacey, implacable—. Hay que limpiarlas.
—No necesitas disfrutar tanto —masculló él.
—¿Por qué no? No hay otra cosa con la que disfrutar.
Él abrió su ojo sano de nuevo y la miró.
—Creí que te gustaba este sitio.
—En circunstancias apropiadas.
—¿Y éstas no son apropiadas? —Mitch esbozó una sonrisa.
—No exactamente.
—Podríamos pasarlo bien, Ferris —comentó él después de un momentos y ella vio que sus ojos brillaban burlones.
—Trataré de divertirme mañana al otro lado de la isla —respondió ella, cortante
—. Tú tendrás suerte si logras salir de la cama.
Él volvió a cerrar el ojo.
—Aguafiestas —murmuró e hizo una mueca cuando ella comenzó a limpiarle la herida de la mejilla—. Tranquila, Ferris. No me desgarres la piel.
—Ya lo has hecho tú. A decir verdad, necesitas unos puntos.
—No es cierto. Viviré. Si crees que permitiré que te acerques a mí con una aguja, estás loca —abrió el ojo sano otra vez.
Lacey sonrió y se encogió de hombros.
—Una tiene derecho a soñar.
Él sacudió la cabeza e hizo una mueca.
—Eres insoportable, Ferris, ¿lo sabes?
—También soy una consentida —le recordó ella—, mal educada. Insoportable.
¿Y qué más dijiste que era? —logró que las palabras parecieran insignificantes. Jamás permitiría que él supiera lo mucho que la habían herido.
—Odiosa —respondió Mitch con suavidad, con el ojo cerrado—. Un bicho.
Malcriada.
—Sí —asintió Lacey, cortante.
—Es posible que tengas algo bueno —comentó él, después de un minuto. Abrió el ojo con lentitud para mirarla.
Lacey tiró con rabia la toalla en la vasija de agua caliente.
—No puedo imaginar cuál puede ser —respondió con voz áspera.
Mitch sonrió.
—Lo estoy pensando. Cuando lo decida, te lo diré.
La joven exclamó irritada y le dio la espalda. Deseaba pegarlo. Hurgó en el botiquín de primeros auxilios en busca de algún antiséptico.
—Ten cuidado —le pidió él, cuando ella se acercó con un ungüento.
—No seas infantil —dijo Lacey. Él hizo una mueca, se aferró a los brazos de la silla y se tensó—. ¡Por Dios!
—Demonios, ¡me va a doler!
—Estate quieto y acabaré en un segundo.
—Según tú —gruñó él.
—Según yo —acordó Lacey—. Y tengo razón. Ya. ¿Lo ves? —dio un paso atrás para admirar su trabajo. Mitch alzó las cejas e hizo una mueca. Levantó una mano para tocarse la mejilla y ella se la alejó—. No te la toques —y antes de que él protestara, se hizo cargo del tobillo.
—Ahí no —dijo él en el instante que ella lo rozó. Ella lo ignoró, desenvolvió la toalla mojada y miró la articulación amoratada e hinchada—. ¡Supongo que también querrás limpiarlo!
—No. Voy a vendártelo. Quisiera saber si está roto.
—No lo está —aseveró él.
—Dijiste que no estabas seguro.
—Ahora lo estoy. No me duele tanto como antes. Cuando me rompo un hueso, sufro otro tipo de dolor, ardiente, que me hace sudar.
—¿Entonces te has roto muchos huesos? —a Lacey no le sorprendió.
—Algunos —respondió Mitch—. De cualquiera manera, si tuviera el tobillo roto, no podría moverlo. Y puedo hacerlo —apretó los dientes y movió el pie. Unas gotitas de sudor aparecieron sobre su labio superior.
—¿Qué decías acerca del sudor?
Él la miró enfadado.
—No está roto, Ferris. Créeme. Lo acabo de comprobar, ¿no?
—Y te has hecho mucho más daño de lo que yo te hubiera hecho con el ungüento —señaló ella.
Hubo un breve silencio. Luego Mitch habló.
—Hay dolores y dolores. Es diferente cuando tú lo eliges y te lo provocas.
—Supongo que sí —murmuró Lacey. Pensó que comprendía lo que él quería decir. Era similar a lo que sentía cuando el tío Warren le daba sermones de «lo hago por tu propio bien». El tío Warren podía tener razón, pero hacerlo porque él lo decía era mucho más difícil que hacerlo porque ella misma se había dado cuenta de lo que era su propio bien.
Continuó envolviendo el tobillo, y le lanzó una mirada a Mitch DaSilva, sorprendida al enterarse de que él compartía uno de sus propios problemas y que se sentía igual que ella.
Él la observó pensativo. Tenía la mirada concentrada, curiosa, hubiera dicho ella, como si realmente tratara de descubrir sus «puntos buenos». También parecía examinar sus atributos femeninos. Y aquello bastó para que comenzara a temblar.
Con rapidez, la joven se inclinó para seguir con su tarea, maldiciendo su tez clara que permitía que sus sonrojos fueran tan evidentes. Esperaba que la lámpara de petróleo no ofreciera luz suficiente para que Mitch notara el rubor que se le extendió por el cuello y las mejillas. Sin duda se lo comentaría si se daba cuenta.
Él no dijo nada, sólo permaneció rígido mientras ella terminaba de vendarle el tobillo. Se relajó cuando ella se puso de pie.
—Ya. Todo listo.
—Hubiera sido más rápido si le hubieras dado un beso para que mejorara —
comentó Mitch y el sonrojo que comenzaba a desvanecerse volvió de pronto.
—Toma —Lacey le lanzó una camisa de franela y un pantalón de pijama—.
Ponte esto y te ayudaré a llegar a la cama.
—¿No me los pones? —sonrió.
Ella se volvió y recogió la ropa mojada.
—Voy a lavar esto y a colgarlo frente al fuego para que mañana esté seco. Creo que podrás prepararte tú solo para dormir.
—Supongo que sí —asintió él. Alzó la vista y le hizo un guiño—. Pero no será tan divertido.
Se puso la camisa y batalló para ponerse el pantalón mientras ella, de pie, dándole la espalda, lavó el pantalón y el polo. Luego lo ayudó a cruzar hasta la cama y casi lo tira por su prisa por alejarse de la tibieza sólida de su cuerpo.
Sólo cuando él quedó cubierto hasta la barbilla por el edredón azul oscuro de plumas, con Jethro ronroneando a su lado, Lacey recuperó el equilibrio.
—Duerme bien —le dijo.
—Imposible —Mitch hizo una mueca, cerró los ojos y se colocó de costado.
Ella sacudió la cabeza y se dirigió al otro extremo de la habitación para lavar su propia ropa. Estaba a medio camino cuando oyó la voz de Mitch, suave, cansada y sorprendente.
—¿Lacey?
—¿Qué?
—Gracias.
Ella se preguntó por qué le daba las gracias.
¿Porque lo había buscado y lo había encontrado herido y congelándose en la oscuridad? Era posible. ¿Porque había estado allí, atenta y disponible para que se burlara de ella haciéndola sonrojarse? Sí, era probable que aquella fuera la razón de la inusitada gratitud de Mitchell DaSilva.
Añadió otro leño a la chimenea y cerró la puertecilla. Cruzó la habitación y apagó la lámpara. Como la ropa que llevaba puesta también estaba llena de barro, hurgó en silencio en el armario en busca de algo apropiado para cambiarse.
La única posibilidad era un viejo camisón de franela que había usado cuando tenía doce años. No era maravilloso, pero era mejor que nada. Definitivamente mejor que nada, ¡dado que estaba destinada a pasar la noche en la misma habitación que Mitch DaSilva!
Se metió tras una mampara, que era el único sitio de la cabaña que brindaba intimidad, se quitó el pantalón, la camisa y la camiseta, para luego ponerse el camisón. Le llegaba un poco por debajo de las rodillas y no era favorecedor en lo más mínimo, pero su aspecto no era importante en aquel momento. De hecho, sólo la idea de tratar de dar una buena impresión al provocador Mitch DaSilva era ridícula. Si Gordon no la había encontrado atractiva años atrás, no había manera de que un hombre como Mitch la mirara dos veces. De cualquier manera, tenía intenciones de envolverse en una manta, así que lo que llevara puesto no tendría importancia.
Cuando terminó de lavar su ropa, volvió a cruzar la habitación y colgó el pantalón y el suéter junto a los de Mitch frente al fuego. Luego, después de secarse las manos en el camisón, miró la cama.
Mitch no se había movido. Seguía de frente al fuego, con los ojos cerrados y la respiración constante y tranquila. Dormido parecía mucho más accesible que despierto. Había una suavidad y una sensualidad en su labio inferior, una sorprendente ternura en las finas líneas que tenía alrededor de sus ojos.
Lacey se acercó para mirarlo, fascinada por aquella otra faceta de un hombre tan exasperante. Experimentó el tenue y molesto deseo que había sentido al ver pasar a Donald Barrington en traje de baño en la piscina del club muchos años antes.
—Magnetismo animal —lo llamaba Nora—. Atracción sexual.
Decía que Danny lo tenía. Pero Lacey creía que nadie lo había tenido desde el infame Donald. Hasta Mitch.
Al tío Warren le preocupaba que ella cediera su fortuna a un hombre inapropiado. Temía que careciera del sentido común que le indicara qué era lo mejor para sí misma.
La joven tenía buenas noticias para su tío: estaba tan interesada en protegerse como cualquier otra persona.
Pero su autoprotección poco tenía que ver con Danny Araujo. Significaba que no permitiría que Mitchell DaSilva entrara en su vida.
Se alejó deprisa de la cama y pensó en su siguiente dilema: ¿Dónde pasaría la noche? Por supuesto, allí estaba la cama. Pero ni siquiera la tendría en cuenta, dados los comentarios burlones de Mitch y su evidente entusiasmo ante lo que para él sería una aventura. Tenía dos opciones: el suelo o los sillones.
En el verano, el suelo era la mejor opción. Pero para mediados de septiembre, la temperatura descendía varios grados. Se le ocurrió juntar los sillones. Con cuidado, en silencio, empujó el sillón hacia la puerta hasta ponerlo frente a frente con el que se encontraba cerca del fuego. Aquella cama iba a ser horrible y demasiado corta. Aun así, era la mejor opción. Encontró una manta áspera en el armario y se envolvió con ella; luego se acostó e intentó acomodarse.
Después de un momento, cambió de posición, golpeó los cojines, ahogó la tos que le causó el polvo que se alzó a su alrededor y se recostó de nuevo… cinco segundos. Se volvió boca abajo, de costado; se rascó donde la manta le picaba en las piernas desnudas. Los sillones crujieron, se movieron y empezaron a separarse.
Lacey sofocó una maldición y se acurrucó en uno de ellos, luego tiró del otro para acercarlo y trató de estirarse. Imposible. Cerró los ojos e intentó dormir. De la penumbra le llegó una voz impaciente.
—Cuando termines de jugar con esas sillas, Ferris, tienes la libertad de venir a la cama. No sé lo que piensas, pero a mí sí me hace falta dormir.
No debió hacerlo, Lacey lo supo de inmediato.
Era la burla que detectó en su voz lo que incitó a hacerlo, la provocación disimulada hizo que su nido protector en los sillones apareciera como el colmo de la estupidez. Su voz la desafió.
«¿Me tienes miedo?», parecía decirle. «¿O quizá tienes miedo de ti misma?»
Lacey Ferris jamás había rechazado un desafío, así que se envolvió en la manta y se unió a Mitch en la cama.
Enseguida se arrepintió.
—Tienes que quitarte eso —indicó él, y antes de que la joven se percatara de lo que quería decir, le quitó la manta y la arrojó al suelo.
—¡Espera un minuto!
Esa maldita cosa raspa como una lija.
—¡Me mantiene caliente!
—Yo te mantendré caliente, Ferris —ronroneó él—. Confía en que yo te calentaré la sangre.
Lacey cerró la boca. Se volvió para alejarse de él y se acomodó en el borde de la cama para mirar la luz del fuego, con los brazos firmemente alrededor de los senos mientras pensaba en las cosas salvajes y feroces que le haría al tío Warren. Entonces sintió que Mitch la rodeaba con los brazos. Se retorció y pataleó, hasta que oyó un gemido apagado y una maldición ahogada.
—Caracoles, Ferris, ¿quieres matarme?
—Sería buena idea —respondió ella, batallando. Jamás lo reconocería, pero sentir sus brazos alrededor de la cintura y el pecho duro contra la espalda, la estaba matando. Jamás se había sentido tan perturbada, tan excitada. ¡Él no bromeaba acerca de su capacidad de calentarle la sangre!—. ¡Suéltame!
—Ni en broma. Si te alejas, tendrás más impulso para darme patadas otra vez.
—No voy a... —se detuvo. Sabía que era probable que lo hiciera.
Mitch también lo sabía. Su sonrisa brilló con la luz del fuego. Ella trató de soltarse, de recobrar el control, pero él la sostuvo con firmeza.
—No vas a ninguna parte, Ferris, así que será mejor que te estés quieta.
Ella comprendió que no la soltaría, por lo que suspiró y se mantuvo inmóvil, absolutamente quieta. Rígida, de hecho.
—Relájate —le murmuró él al oído.
—¿Yo? — ¿Relajarse? ¿En los brazos de Mitch DaSilva? La joven no movió ni un músculo.
—Estás muy tensa, Ferris —la provocó él con voz burlona—. ¿Qué sucede?
¿Temes que me aproveche de ti?
—¡Por supuesto que no! —exclamó, y escuchó la risa ahogada de él junto a la oreja. Un escalofrío la recorrió. Diablos, ¿por qué le había dado la satisfacción de una respuesta?
—¿Entonces por qué te estabas acurrucando en tu trinchera de sillones?
—No quería hacerte daño en el tobillo —mintió ella.
—¿Entonces por qué me has dado patadas?
—Una reacción. No esperaba que me aprisionaras —no mentía.
—Has debido ser más precavida —dijo él y ella percibió que sonreía. Apretó más los brazos alrededor de sus senos, inmóvil, paciente. Él alzó una mano y la colocó sobre las de ella—. Aun tensa eres muy cómoda, Ferris, ¿lo sabías? —susurró él.
—¡Detente!
—¿Detener qué?
—Ni sigas diciendo esas... ¡cosas!
—No son cosas, son halagos. ¿No te gustan los halagos, Ferris?
—¡No son halagos!
Él levantó la cabeza y la miró.
—¿No? —parecía realmente sorprendido.
—No —respondió ella, tensa.
Él la miró un momento y se encogió de hombros.
—Pensaba que lo eran —bajó la cabeza de nuevo y su aliento le cosquilleó el cuello—. Me gusta que mis mujeres sean cómodas.
— No soy tu mujer, DaSilva.
—Oh, bien. Perteneces a la gentuza, ¿no es así?
—Si supieras.
—Pues no lo sé —respondió él, tranquilo—. Y, de cualquier manera, la gentuza está en New Haven y yo estoy aquí. Quizá debiera haceros un favor a tu tío Warren y a ti demostrándote lo que es un hombre de verdad.
—¡No sabes absolutamente nada acerca de los hombres de verdad, DaSilva!
—¿No? —había una provocación en su tono, aunque Lacey percibió que él se estaba divirtiendo. Mitch deslizó la otra mano a lo largo de su muslo—. ¿Quieres una demostración?
—¡No! —ella se arrepintió de la vehemencia de su respuesta tan pronto la pronunció—. No quiero demostraciones —añadió con modestia.
Él se rió.
—Qué generosa —murmuró y la soltó. Parecía que había desaparecido el peligro de que él tratara de probar su masculinidad—. Entonces deja de preocuparte y relájate. Vamos, Ferris, estamos en esto juntos.
—No es culpa mía —le recordó ella.
—Destruiste mi barco.
—Tú me secuestraste.
—Entonces estamos a la par. Víctimas de las circunstancias.
—Del tío Warren.
—Es lo mismo. De cualquier manera, estamos aquí sin salida y tenemos que sobrevivir juntos.
—Eso no significa que yo vaya a... a...
—¿A hacer el amor?
—¡No seria hacer el amor!
—Podría sorprendente.
Lacey no quería que la sorprendiera. Ya había tenido suficientes sorpresas aquel día.
—No —negó—. No. ¿Comprendes?
—Comprendo. Estás a salvo —Mitch suspiró.
¿A salvo? No se sentía así de ningún modo.
—A salvo —repitió él—. Me gustan las mujeres dispuestas.
—Yo no estoy... —se apartó.
—Jamás lo hubiera pensado —la interrumpió él, cortante—. Deja de aterrorizarte cada vez que me muevo.
—No estoy aterrorizada.
—Me agrada saberlo —dijo él. Hubo una pausa. La joven permaneció quieta, absorbiendo el calor del cuerpo masculino, pero aturdida por él. Él contuvo el aliento.
—Lo lamento —musitó ella.
—¿Estás más caliente?
—Sí —se sentía arder—. Gracias —añadió con su tono más cortante.
—De nada —su tono fue seco.
—¿Y tú? ¿Estás más caliente?
—¿Tú qué crees?
—Bien, yo...
—Cállate, Ferris.
Lacey no durmió. Al menos, no mucho. Jamás había dormido bien en circunstancias extrañas. Y pasar la noche en brazos de Mitch DaSilva era lo menos ordinario posible.
Por su parte, Mitch, o tenía el don para dormir a cualquier hora y en cualquier lugar, o estaba acostumbrado a dormir con mujeres extrañas en sus brazos. Lacey no dudaba que fuera lo último. Danny le había dado aquella impresión.
Quizá Mitch no intentara hacerle el amor por el momento, pero aquello no significaba que hubiera desistido de seducirla en un momento dado. Era probable que no le importara que ella no le resultara atractiva. Estaba disponible. Para la mayoría de los hombres eso bastaba. Tal vez le doliera tanto el tobillo, que no pudiera concentrar su atención en ella aquella noche. O quizás se quisiera tomar su tiempo. Pero Mitch no era el tipo de hombre que esperara pacientemente y menos teniendo un pez como Lacey Ferris en el anzuelo.
Y «en el anzuelo» era justo como se sentía Lacey. Como un pez atrapado, maltratado, atormentado, burlado, hasta que él estuviera dispuesto a sacarlo del agua. Había dicho que le gustaban las mujeres «dispuestas». Era probable que pensara que con el tiempo Lacey Ferris cayera en esa categoría. Al diablo con él. ¡No era justo!
Tampoco era justo que se sintiera tan bien entre sus brazos. ¿Cuál era el viejo cuento que solía contar el tío Warren cada vez que ella quería correr un riesgo?
—No permitiré que lo hagas —le decía—. Terminarás como la rana.
Lacey conocía bien a la famosa rana del tío Warren. Era la que reposaba complaciente en una olla de agua mientras le prendían fuego, la que se cocía viva mientras disfrutaba de la tibieza.
Por primera vez pensó que el tío Warren tenía razón. ¿Cómo iba a sobrevivir aquella noche en la tibieza de los brazos de Mitch DaSilva?
Lacey huyó de la cama tan pronto como amaneció. No porque estuviera incómoda. Había dormido algunas horas, pero cuando Mitch se movió, se encontraba acurrucada en la curva de su brazo, con la cabeza apoyada sobre su pecho y una pierna extendida sobre la de él.
Con cuidado, se deslizó fuera de la cama. Él emitió una breve queja y frunció el ceño. Luego suavizó su expresión y siguió dormido.
Gracias al cielo. Los modales apropiados para una situación como aquella no los había aprendido en la academia para señoritas, hubiera sido abochornante que él se hubiese despertado primero.
Se preguntó si le habrían abandonado alguna vez. Probablemente no. Tal vez fuera él quien abandonaba. Pero a ella nunca la abandonaría, decidió Lacey, porque jamás le brindaría la oportunidad.
En silencio, se acercó la chimenea para ver si su ropa estaba seca. Lo estaba. Se vistió con rapidez, añadió otro leño al fuego para aminorar el frío de la habitación, y luego salió por la puerta.
La niebla se había disipado y el día era fresco, pero soleado. La joven se dirigió a la ensenada. Dos horas más tarde, cuando volvió con un balde lleno de almejas y un poco de orzaga, una clase de alga marina que era un buen complemento para una dieta isleña, Mitch estaba despierto, vestido y sentado en la terraza.
—Entonces, no te has ido.
Lacey alzó las cejas, sorprendida.
—¿Esperabas que lo hiciera?
—Ayer lo hiciste.
—Ayer tenía un velero. Y tú me ibas a abandonar aquí. Además, ¿a dónde iba a ir?
Él hizo una mueca.
—Pensaba que tendrías escondido un yate en alguna cueva.
—Ojalá lo tuviera —Lacey sacudió la cabeza.
Él le lanzó una mirada curiosa, penetrante.
—No pareces estar molesta.
—Puedo pensar en peores situaciones en las que podría encontrarme —ella se encogió de hombros. No le diría que había agotado todas sus posibilidades de huida durante su paseo por la isla. Se había percatado de que, realmente, estaban atrapados allí. Y como no había remedio, había decidido que la mejor manera de sobrevivir era ser tan indiferente como fuera posible. Si le daba a entender que tenía miedo a un hombre como Mitch DaSilva, él complicaría las cosas—. No será tan terrible.
—Ya —Mitch hizo una mueca y murmuró algo acerca de un desastre.
—Piensa en esto como en unas vacaciones —le sugirió la joven—. Después de todo —le recordó—, ¿no querías unas vacaciones?
Él le lanzó una mirada amarga.
—No es exactamente lo que tenía en mente.
—¿A dónde ibas? ¿A las Bermudas? ¿A Las Vegas? ¿A Monte Carlo?
—Si quieres saberlo, iba a un monasterio en Quebec.
—¿Un monasterio? —a Lacey casi se le cae lo que llevaba en las manos.
Mitch hizo una mueca.
—Para un retiro. Paz. Tranquilidad. Tiempo para pensar.
—Seguro —Lacey no pudo evitar que su voz mostrara su incredulidad. ¿Mitch DaSilva en un monasterio? Imposible—. ¿Has pensado en ingresar allí? —preguntó con ligereza.
Él sacudió la cabeza.
—No. Sólo voy a recobrar la paz espiritual. Lacey sacudió la cabeza, confundida.
—¿Un monasterio? No comprendo...
—No me sorprende —dijo él con desdén, lo cual la irritó.
—¿Eso qué significa?
—Algo de lo que alguien que suelta una foca en una fiesta no tendría ni la menor idea.
Ella lo miró enfadada.
—A veces son necesarios los escándalos —afirmó y Mitch se mostró escéptico
—. No espero que comprendas. Pero haré mi mayor esfuerzo para que tu experiencia aquí sea lo más monástica posible —sonrió satisfecha—. No quiero perturbarte.
—Ya me perturbas, Ferris —replicó él y deslizó la mirada sobre ella de tal manera que Lacey bajó la vista con rapidez, pensando de repente que quizá no se hubiera vestido.
Pero, por supuesto, estaba completamente vestida. Se sintió furiosa. Todo su esfuerzo por permanecer tranquila y controlada, se esfumó.
—¡Basta! —gritó—. ¡Déjame en paz! —pasó a su lado, subió por los escalones y entró en la cabaña; cerró la puerta con fuerza.
Casi al instante se dio cuenta de que tenía que salir de nuevo para lavar las almejas y la orzaga.
Suspirando y apretando los dientes, salió a la terraza, pasó junto a un Mitch pensativo y se dirigió a la bomba de agua. Deseaba meter la cabeza debajo del chorro. Contribuiría a enfriar sus acaloradas emociones. No sabía qué tenía Mitch DaSilva, pero sólo con abrir la boca o mirarla, le borraba su sentido común.
Escuchó un ruido y una sombra la cubrió. Giró y descubrió a Mitch, de pie, imponente.
—¿Ahora qué?
—Lo siento, Ferris —se disculpó él con suavidad, y antes de que ella pudiera pensar en una respuesta, se volvió y cojeó hasta la cabaña.
No lo volvió a ver hasta la tarde. Había abandonado la cabaña, decidida a mantenerse lo más alejada posible de él, tratando de explicarse su repentina disculpa y de decidir cómo debía reaccionar. No había tomado aún una resolución cuando, al final de su paseo, se dirigió hacia su rincón predilecto de la isla y encontró a Mitch allí, sentado sobre las rocas, contemplando el mar.
Lo miró enfadada. No debía estar de pie, caminando. Por eso lo había dejado solo en la cabaña. Se quedó de pie, indecisa, cuando él se volvió. Sus miradas se encontraron, pero él no habló. Lacey titubeó, aspiró hondo y comenzó a trepar por las rocas.
—Creí que te quedarías en la cabaña.
—Me sentía enclaustrado.
—¿Cómo… cómo está tu tobillo?
—Mejor —extendió la pierna y flexionó el tobillo Puedo apoyarlo. Ya no está tan hinchado.
—No deberías apoyarlo.
—Me aburre estar quieto. Siempre he sido así. Necesito mantenerme ocupado
—se encogió de hombros.
—No habrías estado muy ocupado en el monasterio —dijo Lacey y lamentó sus palabras en el instante que salieron de su boca. ¿Por qué tenía que referirse al tema que había sido la razón de su última discusión? Pero en vez de ofenderse, Mitch sacudió la cabeza.
—Por supuesto que sí. Me hubieran puesto a trabajar en la huerta.
—¿Hablas en serio? —ella lo miró con incredulidad.
—Por supuesto. Lo hago todos los años.
—¿Por qué?
—Paz y tranquilidad. Volver a la naturaleza. Me concentro en las cosas fundamentales.
Lacey sonrió con ironía.
—Yo diría que aquí estamos forzados a concentrarnos en lo fundamental —su mirada recorrió la isla.
—Quizá tengas razón —Mitch esbozó una sonrisa y sus ojos brillaron sugerentes. Ella tragó saliva y dio un paso atrás.
—Ese tipo de cosas fundamentales no, DaSilva —dijo con la voz ronca y sonrojada. Él sonrió, pero no era una sonrisa amenazante. Era cálida y amistosa, e invitó a Lacey a sonreír en respuesta. Ella carraspeó con torpeza—. Si realmente deseas sembrar algo, te enseñaré algunos lugares donde podrías hacerlo mañana.
Hoy no deberías estar levantado.
—Quizá tengas razón —se puso de pie.
—Por supuesto que tengo razón —replicó Lacey.
Él alzó las cejas.
—Crees que puedes darme órdenes, ¿verdad? —preguntó, pero sonrió al decirlo, y en aquella ocasión, Lacey sonrió también.
—Por ahora, si —asintió satisfecha.
Él extendió una mano y le tocó la punta de la nariz.
—Por ahora, Ferris —su tono fue áspero—. Sólo por ahora. Luego se volvió y, con cuidado, se abrió camino por el sendero rocoso, dejando a la joven allí, de pie, mirándolo, sintiéndose cálida, confundida y muy preocupada.